martes, 9 de agosto de 2011

Intitulado de un cuadro.


Habitación 316 de un desdichado museo de Madrid. Oigo ruidos que proceden de allí dentro. ¿Qué será? Prefiero no preguntármelo. Poco a poco, los ruidos se van convirtiendo en sollozos, como si alguien llorase. Un chico joven sale llorando de aquella habitación tan lúgubre. De esa sala del museo en la que nadie nunca entraba. Viene, me mira y se dirige rápidamente a la salida. Las lágrimas le caen ligeras como la lluvia por sus mejillas sonrosadas. ¡Vaya día! Lo que me resultó más raro de aquello, fue que girase su cara al verme, puesto que soy un cuadro; y estoy hecho para que la gente me observe. Soy el objetivo de todos los flashes y el punto de mira de los curiosos. No sé quién me pinto y nunca me he visto reflejado, no tengo firma de autor, por eso estoy en el ‘Museo de Autores Desconocidos de Madrid’.
 Pensé que lo de este chico sería algo que pasa un día y no vuelve a pasar. Pero no. Al día siguiente vino y nuevamente entró en la habitación 316. Lloró, me volvió a mirar, pero esta vez, me contempló durante unos minutos. Se reflejaba perfectamente la indignación en su cara. Un terremoto de sentimientos apuñalaba su corazón. Todo esto lo sé, porque al ser un cuadro y ver como la gente te mira todos los días, hace que, al cabo de un tiempo, puedas percibir lo que ellos sienten. Pero nunca había sentido una conexión tan fuerte con nadie, hasta que llegó el.
Los días siguiente fueron similares, el me venía a ver todas las mañanas. Parecía como si algo fuese a pasar. Y, evidentemente, pasó.
Una noche de luna nueva, con el museo cerrado, el joven se coló por una ventana, que por un descuido no cerraron, y me miró, como tantas veces había hecho, me cogió y me llevo a la habitación 316. Justo antes de entrar, desgraciadamente, me tapó la parte frontal, y no pude ver lo que había en el cuarto aquel, tan misterioso. Al poco tiempo estaba fuera. Un viento frío me acunaba en la noche oscura. Y de pronto ruidos, El motor de un coche sonaba furioso. Por aquel entonces, ya se me había caído la manta que tapaba mi cara.
Amaneció y el coche paró, el chico, igual de misterioso que la habitación 316, me había sacado de aquel infierno. Nunca lo había confesado, pero no me gustaba nada ese museo, los visitantes eran todos turistas, ningún interesado del arte iba por allí, puesto que, al no tener firma, no valíamos para nada. Pero se ve que por fin me tocó a mí salir. Estaba seguro de que aquel chico buscaba algo. Llegamos a lo que parecía la habitación de una casa, con un ordenador delante y millones de libros amontonados a los laterales. Me miró por trillonésima vez, se acercó y empezó a rociarme cuidadosamente con algo que parecía limón. Por fin ví una tímida sonrisa que se asomaba en su cara, y otra vez lágrimas, esta vez de felicidad. 
Pensé que era el momento de volver sin entender nada de todo aquello que había pasado, pero me equivoqué. Una llamada fue todo lo que el chico hizo. Al cabo de un rato, un hombre algo mayor vino, y empezó a hablar con el chico, que por lo que oí, se llamaba Juan. 
Segundos después hice un descubrimiento, entendí la situación. Me habían robado del museo y llevado a esa casa para averiguar quien me había pintado. Pero, ¿por qué tantas lágrimas? ¿Por qué tan pocas palabras? Preguntas que se aglomeraban en mi alma. Porque sí, los cuadros somos abstractos, clásicos y modernos pero también tenemos alma. Por eso, no somos solo papel coloreado, tenemos sentimientos.
Y aquel día no iba a ser menos. Iba a aprender como tantas veces había hecho, lloraría si pudiese y reiría si tuviese sonrisa. Pero no, no me he visto nunca, y no se como soy.
Parecía como si aquel chico hubiese leído mi mente. Porque se acercó y puso un espejo delante de mi. ¡Guau! Me ví por primera vez desde hacía veinte años que llevaba expuesto. Y mi autor no escatimó en colores a la hora de pintarme. Tonos pálidos, verdes claros y oscuros, amarillos fluorescentes y rosas chillones, unidos de tal manera, que formaban una combinación perfecta. Estaba desordenado, parecía que mis ojos se iban a salir de su órbita. Los labios ligeros, esperando un beso que nunca llegaría. Era bonito, muy bonito. Toda una obra de arte, qué pena que no me conociese mucha gente, porque estoy seguro que me admirarían si así fuese. 
Juan me saco el espejo de en frente, me cargó  a su espalda y me llevo de nuevo al museo. El viaje transcurrió lento. Carreteras que acababan en un horizonte plano y callejones por los que se encontraban los enamorados en un intento por escaparse. Precioso. 
Llegué al ‘Museo de Autores Desconocidos de Madrid’ donde la policía estaba esperando. Juan y el señor mayor bajaron. La policía les paró y ellos me enseñaron al agente. Cosas que aún no tenía muy claras serían sabidas en las horas que procedían. Habitación 316 de nuevo. Por fin la veo con mis propios ojos. Es un sitio antiguo, lleno de pintura por todas partes, invadido por el polvo y habitado por la mugre, no le iría mal una buena limpieza. Con caballetes por todos lados y pinceles desperdigados, me doy cuenta de que la misteriosa habitación 316 es un simple taller de pintura. Pero no uno cualquiera. Es el taller de Pablo Picasso, que desgraciadamente había muerto unos meses atrás. Y el secreto mejor guardado sale a la luz. Soy obra de Pablo Picasso, y Juan, hijo del difunto. El limón que me tiró encima era para descubrir la firma, y funcionó. 
Al poco rato la policía les suelta. Salen fuera y se abrazan de alegría. Tengo título y firma. Soy: ‘Oda a la primavera’de Picasso. Jamás volveré a ese museo. Próximo destino: ‘Museo del Lovre de París’.
Encontré lo que más ansiaba mi identidad. Pero tarde me di cuenta de que, ¿por qué encontrar? ¡Con lo bonito que es andar buscando!


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