lunes, 8 de agosto de 2011

Historia de un recuerdo.


Hay quien cree en los extraterrestres, otros creen en la felicidad absoluta, algunos en los ‘te quiero’ y otros se creen aquello de ‘¡Nunca te olvidaré!’ Nunca es mucho tiempo y aunque no queramos admitirlo, sabemos que poco a poco, los recuerdos se van apagando, hasta el punto en el que desaparecen de la mente. 
Eso fue lo que me pasó a mí. Piensas que vives en un cuento de hadas, y entonces es cuando ves la pura realidad. Todo lo que te habían escondido sale a la luz. Sabes que era un sueño del que no podías despertar y huyes de todo aquello que siempre te había acompañado. Hasta que llega el día en que no te acuerdas de nada. Lo has conseguido: has olvidado. Todo se esfuma y empiezas otra vez de cero y cuando crees que todo es mejor, recibes una carta: es de tu pasado. 
Aquella carta que tenía un título que llamaba especialmente la atención. ‘Mi gran tesoro’ decía, empezaba así…
  Según los piratas, los tesoros están enterrados en algún remoto lugar de una isla desierta, dicen que nunca lo encontrarás, que busques todo lo que quieras, aún así, yo he encontrado un tesoro. De aquellos que no se buscan, ellos te encuentran a ti. Encontré ese tesoro, un tesoro que se cuida, que se quiere, pero que sobre todo se disfruta. Un tesoro que no estaba hecho ni de oro ni de plata, que a la vez es mío y es de todos. Un tesoro en vivo y en directo. Mi, tu, su tesoro, que cuando todo se nubla hace que aparezca ese rayo de Sol y salga de entre el cielo, que es como una manta en invierno, como un abanico en verano, que es como una película en un día de aburrimiento. Del que hay uno solo. Del que no te dan un mapa con un X para encontrarlo. Con ese tesoro me iría al País de Nunca Jamás. Que hace como el barquito de cáscara de nuez, adornado con velas de papel: reír, remar y cantar. Y quiero compartir ese tesoro. Primero tienes que encontrarlo. 
                                                                                    Un amigo.
Para: Flora. 
Sí, esa era yo. Pero… ¿Un tesoro? ¿Encontrarlo? Mmm… no tenía muy claro que quería decir todo eso, pero como no tenía nada que perder, me lancé a la aventura.
En el sobre había escritas unas palabras: ''Soska'' y ''Tris Paršiukai''. No tenía ni idea de que significaban.
La  carta venía con un billete de tren. Indirecta: coge ese tren. Salía al día siguiente de la estación de San Petersburgo, cerca de donde yo estaba estudiando ruso. 
Y así empezó todo: cogí un tren que no sabia a dónde iba ni cuánto tiempo tardaría en llegar. ¡Vaya tren más raro! Ni siquiera hacía chu-chu. Pasaron unas horas y el tren se paró. Allí lo entendí todo. No era un tren cualquiera, era el Baltic Express. Hacía una ruta y paraba en distintos lugares el tiempo justo para visitarlos.
Primera parada: Kopore.
Kopore era un pueblecito campestre, como cualquier otro. Era pequeño y estaba descuidado, y aún así, tenía su encanto. Además, desprendía un delicioso olor a rosquillas recién hechas. 
Iba yo caminando cuando vi, por casualidad, un pequeño chupete tirado en el suelo. Con mucho cuidado lo recogí, me sonaba de algo, no era la primera vez que lo veía. Me lo guardé en el bolsillo y con las ansias de saber dónde había visto yo ese chupete, regresé al tren. 
Dormir en un tren, quizá no sea lo más cómodo del mundo, pero sí lo más curioso. Mi cabina era pequeña, de día había un sofá que de noche se convertía en una cama. Por la pequeña ventana que tenía, podías admirar las estrellas. Tenía que dormirme, pero no lo conseguía, estaba demasiado nerviosa por saber que me deparaba el día siguiente. Las dudas asaltaban mi cabeza, ¿qué tenía aquel chupete que me sonaba tanto? ¿A dónde iba ese tren? Una cosa tenía clara. No tenía miedo a descubrir.
Segunda parada: Klaipeda.
Un nuevo día: bienvenida a Lituania. Klaipeda me esperaba. La ciudad de las brujas y del bacalao seco. Hacía un día precioso, no había ninguna nube en el cielo. Sentía ganas de ponerme a correr, de despegar y de conocer algo distinto, pues, por primera vez, me sentí la única persona del mundo. 
Anduve por aquella ciudad tan inusual durante un buen rato. La gente sonreía como si de una película se tratase. Al ver una playa, no dude en ir y revolcarme en la arena como una croqueta. Giré y giré hasta que… ¡Ay! Me había clavado algo en la espalda. Escarbé un poco y encontré el culpable de mi punzada. ¿Un cuento? Sí, eso parecía. De un palmo de alto y medio de ancho, aquel librito llevaba tres cerditos en su portada. El título era: ‘Tris Paršiukai’ ¡Qué extraño! Era lo mismo que ponía el sobre. Estaba en un idioma que yo desconocía, seguramente lituano. Por eso fui corriendo a una librería para comprar un diccionario. Sabía que todas las culturas son diferentes, que no se cantan las mismas canciones ni se leen los mismos libros, pero, si no era el libro de ‘Los tres cerditos’, ¿qué podía ser? Ese cuento lo leía de pequeña con alguien, a quien, por haber querido borrar mi pasado, olvidé. Efectivamente, el título era el que yo creía. Después de ese pequeño descubrimiento, fui a comer algo. Pescado. Buen pescado fresco de Klaipeda, aunque la especialidad fuese el bacalao seco. 
Una vez entrada la noche y ya de vuelta en el tren, intenté leer el cuento, pero me fue imposible porque yo jamás había estudiado lintuano. Decidí dormirme, y como no podía, conté ovejas: una, dos, tres… Y una pregunta más sin resolver, ¿qué cuentan las ovejas para dormir? Pues así, intentando contestar a esta pregunta, caí rendida en un profundo sueño. 
Tercera parada: Gdansk.
Polonia amanecía lluviosa y fría. Sinceramente, no era el mejor día de todos los del viaje. Salí a explorar, tenía las manos congeladas y no llevaba guantes. Debía entrar en calor. Por eso fui a una cafetería cercana y pedí un chocolate caliente. Lo raro fue, que cuando el camarero trajo la cuenta, también me dio un cuaderno en blanco. Para cuando quise preguntarle, ya se había ido. Era un diario, ¿debía usarlo para escribir y narrar mi vida, o dejarlo como todas aquellas cosas inservibles que tenía? Lo guardé, a ver que pasaba.
El tren salía y yo estaba algo entusiasmada. El viaje acababa, ¿o tal vez empezaba? Hay que ver qué difícil es todo cuando no ves el principio ni el final, cuando no sabes si es sí o si es no. Solo te das cuenta de que todo sigue y tú, junto con ello, debes continuar.
Cuarta (y última) parada: Copenhague.
Llegué y sonreí. Fui a la dirección que marcaba la carta. Casi desfallezco al ver lo que había allí. La cabeza me daba vueltas y vueltas. No, no podía ser.  Estaba allí. Y me acordé. ¿Acordarme? ¿Yo? ¡Qué más daba! Pues allí estaba todo lo que un día conocí. Mi familia, mis amigos. Corrí para fundirme con ellos en un abrazo. Era todo lo que dejé y por voluntad propia, quise borrar de mi memoria. Mis recuerdos. Que habían sido olvidados y desaparecidos, y que gracias a esa carta y a ese tren, recuperados. Ahora todo me encajaba. Ese era el tesoro del que hablaba la carta. El chupete, en ruso también llamado ‘soska’ era de cuando nací. El libro de ‘Los tres cerditos’, lo leía de pequeña con mi hermana. Pero, ¿a qué se refería el cuaderno en blanco? Pues, era para escribir allí toda mi felicidad, lo que nunca debiese olvidar. Ahora sé, que tarde o temprano, los recuerdos vuelve a la mente.
-MBP-                                                                     




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