Cóctel de sonrisas.
viernes, 9 de septiembre de 2011
El Mundo de Montse.
Hola, me llamo Montse y estoy encantada de no conocerte. Te aviso con tiempo para que no te parezca extraño, no voy a seguir un orden para contarte nada, más bien voy a intentar seguir el desorden. Digamos que soy como Centurión, sí, este no es el principio ni el final de mi historia. Ah, se me olvidaba, bienvenido a mi mundo. Y estaré encantada de que te guste. En el caso contrario, solo puedes hacer una cosa, cerrar los ojos, porque mires por donde lo mires, ahora estás sumergido en... bueno, no se puede explicar muy bien, diría que es como la masa de una tarta, eso es, con su harina y su azúcar y su chocolate y su leche, pero en lugar de comida, mi mezcla lleva diversión y energía, sin olvidarse de esa pizca de locura, que es como la guinda del pastel. Pues aquí se acaba la cosa. No se muy bien si se me han acabado las ideas o las ganas de contarte más. El caso, he descubierto es que mejor cambiar el principio para que puedas digerir el final, si eso es. Así que: me llamo Montse, y estás encantado de haberme conocido.
martes, 9 de agosto de 2011
Intitulado de un cuadro.
Habitación 316 de un desdichado museo de Madrid. Oigo ruidos que proceden de allí dentro. ¿Qué será? Prefiero no preguntármelo. Poco a poco, los ruidos se van convirtiendo en sollozos, como si alguien llorase. Un chico joven sale llorando de aquella habitación tan lúgubre. De esa sala del museo en la que nadie nunca entraba. Viene, me mira y se dirige rápidamente a la salida. Las lágrimas le caen ligeras como la lluvia por sus mejillas sonrosadas. ¡Vaya día! Lo que me resultó más raro de aquello, fue que girase su cara al verme, puesto que soy un cuadro; y estoy hecho para que la gente me observe. Soy el objetivo de todos los flashes y el punto de mira de los curiosos. No sé quién me pinto y nunca me he visto reflejado, no tengo firma de autor, por eso estoy en el ‘Museo de Autores Desconocidos de Madrid’.
Pensé que lo de este chico sería algo que pasa un día y no vuelve a pasar. Pero no. Al día siguiente vino y nuevamente entró en la habitación 316. Lloró, me volvió a mirar, pero esta vez, me contempló durante unos minutos. Se reflejaba perfectamente la indignación en su cara. Un terremoto de sentimientos apuñalaba su corazón. Todo esto lo sé, porque al ser un cuadro y ver como la gente te mira todos los días, hace que, al cabo de un tiempo, puedas percibir lo que ellos sienten. Pero nunca había sentido una conexión tan fuerte con nadie, hasta que llegó el.
Los días siguiente fueron similares, el me venía a ver todas las mañanas. Parecía como si algo fuese a pasar. Y, evidentemente, pasó.
Una noche de luna nueva, con el museo cerrado, el joven se coló por una ventana, que por un descuido no cerraron, y me miró, como tantas veces había hecho, me cogió y me llevo a la habitación 316. Justo antes de entrar, desgraciadamente, me tapó la parte frontal, y no pude ver lo que había en el cuarto aquel, tan misterioso. Al poco tiempo estaba fuera. Un viento frío me acunaba en la noche oscura. Y de pronto ruidos, El motor de un coche sonaba furioso. Por aquel entonces, ya se me había caído la manta que tapaba mi cara.
Amaneció y el coche paró, el chico, igual de misterioso que la habitación 316, me había sacado de aquel infierno. Nunca lo había confesado, pero no me gustaba nada ese museo, los visitantes eran todos turistas, ningún interesado del arte iba por allí, puesto que, al no tener firma, no valíamos para nada. Pero se ve que por fin me tocó a mí salir. Estaba seguro de que aquel chico buscaba algo. Llegamos a lo que parecía la habitación de una casa, con un ordenador delante y millones de libros amontonados a los laterales. Me miró por trillonésima vez, se acercó y empezó a rociarme cuidadosamente con algo que parecía limón. Por fin ví una tímida sonrisa que se asomaba en su cara, y otra vez lágrimas, esta vez de felicidad.
Pensé que era el momento de volver sin entender nada de todo aquello que había pasado, pero me equivoqué. Una llamada fue todo lo que el chico hizo. Al cabo de un rato, un hombre algo mayor vino, y empezó a hablar con el chico, que por lo que oí, se llamaba Juan.
Segundos después hice un descubrimiento, entendí la situación. Me habían robado del museo y llevado a esa casa para averiguar quien me había pintado. Pero, ¿por qué tantas lágrimas? ¿Por qué tan pocas palabras? Preguntas que se aglomeraban en mi alma. Porque sí, los cuadros somos abstractos, clásicos y modernos pero también tenemos alma. Por eso, no somos solo papel coloreado, tenemos sentimientos.
Y aquel día no iba a ser menos. Iba a aprender como tantas veces había hecho, lloraría si pudiese y reiría si tuviese sonrisa. Pero no, no me he visto nunca, y no se como soy.
Parecía como si aquel chico hubiese leído mi mente. Porque se acercó y puso un espejo delante de mi. ¡Guau! Me ví por primera vez desde hacía veinte años que llevaba expuesto. Y mi autor no escatimó en colores a la hora de pintarme. Tonos pálidos, verdes claros y oscuros, amarillos fluorescentes y rosas chillones, unidos de tal manera, que formaban una combinación perfecta. Estaba desordenado, parecía que mis ojos se iban a salir de su órbita. Los labios ligeros, esperando un beso que nunca llegaría. Era bonito, muy bonito. Toda una obra de arte, qué pena que no me conociese mucha gente, porque estoy seguro que me admirarían si así fuese.
Juan me saco el espejo de en frente, me cargó a su espalda y me llevo de nuevo al museo. El viaje transcurrió lento. Carreteras que acababan en un horizonte plano y callejones por los que se encontraban los enamorados en un intento por escaparse. Precioso.
Llegué al ‘Museo de Autores Desconocidos de Madrid’ donde la policía estaba esperando. Juan y el señor mayor bajaron. La policía les paró y ellos me enseñaron al agente. Cosas que aún no tenía muy claras serían sabidas en las horas que procedían. Habitación 316 de nuevo. Por fin la veo con mis propios ojos. Es un sitio antiguo, lleno de pintura por todas partes, invadido por el polvo y habitado por la mugre, no le iría mal una buena limpieza. Con caballetes por todos lados y pinceles desperdigados, me doy cuenta de que la misteriosa habitación 316 es un simple taller de pintura. Pero no uno cualquiera. Es el taller de Pablo Picasso, que desgraciadamente había muerto unos meses atrás. Y el secreto mejor guardado sale a la luz. Soy obra de Pablo Picasso, y Juan, hijo del difunto. El limón que me tiró encima era para descubrir la firma, y funcionó.
Al poco rato la policía les suelta. Salen fuera y se abrazan de alegría. Tengo título y firma. Soy: ‘Oda a la primavera’de Picasso. Jamás volveré a ese museo. Próximo destino: ‘Museo del Lovre de París’.
Encontré lo que más ansiaba mi identidad. Pero tarde me di cuenta de que, ¿por qué encontrar? ¡Con lo bonito que es andar buscando!
lunes, 8 de agosto de 2011
Historia de un recuerdo.
Hay quien cree en los extraterrestres, otros creen en la felicidad absoluta, algunos en los ‘te quiero’ y otros se creen aquello de ‘¡Nunca te olvidaré!’ Nunca es mucho tiempo y aunque no queramos admitirlo, sabemos que poco a poco, los recuerdos se van apagando, hasta el punto en el que desaparecen de la mente.
Eso fue lo que me pasó a mí. Piensas que vives en un cuento de hadas, y entonces es cuando ves la pura realidad. Todo lo que te habían escondido sale a la luz. Sabes que era un sueño del que no podías despertar y huyes de todo aquello que siempre te había acompañado. Hasta que llega el día en que no te acuerdas de nada. Lo has conseguido: has olvidado. Todo se esfuma y empiezas otra vez de cero y cuando crees que todo es mejor, recibes una carta: es de tu pasado.
Aquella carta que tenía un título que llamaba especialmente la atención. ‘Mi gran tesoro’ decía, empezaba así…
Según los piratas, los tesoros están enterrados en algún remoto lugar de una isla desierta, dicen que nunca lo encontrarás, que busques todo lo que quieras, aún así, yo he encontrado un tesoro. De aquellos que no se buscan, ellos te encuentran a ti. Encontré ese tesoro, un tesoro que se cuida, que se quiere, pero que sobre todo se disfruta. Un tesoro que no estaba hecho ni de oro ni de plata, que a la vez es mío y es de todos. Un tesoro en vivo y en directo. Mi, tu, su tesoro, que cuando todo se nubla hace que aparezca ese rayo de Sol y salga de entre el cielo, que es como una manta en invierno, como un abanico en verano, que es como una película en un día de aburrimiento. Del que hay uno solo. Del que no te dan un mapa con un X para encontrarlo. Con ese tesoro me iría al País de Nunca Jamás. Que hace como el barquito de cáscara de nuez, adornado con velas de papel: reír, remar y cantar. Y quiero compartir ese tesoro. Primero tienes que encontrarlo.
Un amigo.
Para: Flora.
Sí, esa era yo. Pero… ¿Un tesoro? ¿Encontrarlo? Mmm… no tenía muy claro que quería decir todo eso, pero como no tenía nada que perder, me lancé a la aventura.
En el sobre había escritas unas palabras: ''Soska'' y ''Tris Paršiukai''. No tenía ni idea de que significaban.
La carta venía con un billete de tren. Indirecta: coge ese tren. Salía al día siguiente de la estación de San Petersburgo, cerca de donde yo estaba estudiando ruso.
Y así empezó todo: cogí un tren que no sabia a dónde iba ni cuánto tiempo tardaría en llegar. ¡Vaya tren más raro! Ni siquiera hacía chu-chu. Pasaron unas horas y el tren se paró. Allí lo entendí todo. No era un tren cualquiera, era el Baltic Express. Hacía una ruta y paraba en distintos lugares el tiempo justo para visitarlos.
Primera parada: Kopore.
Kopore era un pueblecito campestre, como cualquier otro. Era pequeño y estaba descuidado, y aún así, tenía su encanto. Además, desprendía un delicioso olor a rosquillas recién hechas.
Iba yo caminando cuando vi, por casualidad, un pequeño chupete tirado en el suelo. Con mucho cuidado lo recogí, me sonaba de algo, no era la primera vez que lo veía. Me lo guardé en el bolsillo y con las ansias de saber dónde había visto yo ese chupete, regresé al tren.
Dormir en un tren, quizá no sea lo más cómodo del mundo, pero sí lo más curioso. Mi cabina era pequeña, de día había un sofá que de noche se convertía en una cama. Por la pequeña ventana que tenía, podías admirar las estrellas. Tenía que dormirme, pero no lo conseguía, estaba demasiado nerviosa por saber que me deparaba el día siguiente. Las dudas asaltaban mi cabeza, ¿qué tenía aquel chupete que me sonaba tanto? ¿A dónde iba ese tren? Una cosa tenía clara. No tenía miedo a descubrir.
Segunda parada: Klaipeda.
Un nuevo día: bienvenida a Lituania. Klaipeda me esperaba. La ciudad de las brujas y del bacalao seco. Hacía un día precioso, no había ninguna nube en el cielo. Sentía ganas de ponerme a correr, de despegar y de conocer algo distinto, pues, por primera vez, me sentí la única persona del mundo.
Anduve por aquella ciudad tan inusual durante un buen rato. La gente sonreía como si de una película se tratase. Al ver una playa, no dude en ir y revolcarme en la arena como una croqueta. Giré y giré hasta que… ¡Ay! Me había clavado algo en la espalda. Escarbé un poco y encontré el culpable de mi punzada. ¿Un cuento? Sí, eso parecía. De un palmo de alto y medio de ancho, aquel librito llevaba tres cerditos en su portada. El título era: ‘Tris Paršiukai’ ¡Qué extraño! Era lo mismo que ponía el sobre. Estaba en un idioma que yo desconocía, seguramente lituano. Por eso fui corriendo a una librería para comprar un diccionario. Sabía que todas las culturas son diferentes, que no se cantan las mismas canciones ni se leen los mismos libros, pero, si no era el libro de ‘Los tres cerditos’, ¿qué podía ser? Ese cuento lo leía de pequeña con alguien, a quien, por haber querido borrar mi pasado, olvidé. Efectivamente, el título era el que yo creía. Después de ese pequeño descubrimiento, fui a comer algo. Pescado. Buen pescado fresco de Klaipeda, aunque la especialidad fuese el bacalao seco.
Una vez entrada la noche y ya de vuelta en el tren, intenté leer el cuento, pero me fue imposible porque yo jamás había estudiado lintuano. Decidí dormirme, y como no podía, conté ovejas: una, dos, tres… Y una pregunta más sin resolver, ¿qué cuentan las ovejas para dormir? Pues así, intentando contestar a esta pregunta, caí rendida en un profundo sueño.
Tercera parada: Gdansk.
Polonia amanecía lluviosa y fría. Sinceramente, no era el mejor día de todos los del viaje. Salí a explorar, tenía las manos congeladas y no llevaba guantes. Debía entrar en calor. Por eso fui a una cafetería cercana y pedí un chocolate caliente. Lo raro fue, que cuando el camarero trajo la cuenta, también me dio un cuaderno en blanco. Para cuando quise preguntarle, ya se había ido. Era un diario, ¿debía usarlo para escribir y narrar mi vida, o dejarlo como todas aquellas cosas inservibles que tenía? Lo guardé, a ver que pasaba.
El tren salía y yo estaba algo entusiasmada. El viaje acababa, ¿o tal vez empezaba? Hay que ver qué difícil es todo cuando no ves el principio ni el final, cuando no sabes si es sí o si es no. Solo te das cuenta de que todo sigue y tú, junto con ello, debes continuar.
Cuarta (y última) parada: Copenhague.
Llegué y sonreí. Fui a la dirección que marcaba la carta. Casi desfallezco al ver lo que había allí. La cabeza me daba vueltas y vueltas. No, no podía ser. Estaba allí. Y me acordé. ¿Acordarme? ¿Yo? ¡Qué más daba! Pues allí estaba todo lo que un día conocí. Mi familia, mis amigos. Corrí para fundirme con ellos en un abrazo. Era todo lo que dejé y por voluntad propia, quise borrar de mi memoria. Mis recuerdos. Que habían sido olvidados y desaparecidos, y que gracias a esa carta y a ese tren, recuperados. Ahora todo me encajaba. Ese era el tesoro del que hablaba la carta. El chupete, en ruso también llamado ‘soska’ era de cuando nací. El libro de ‘Los tres cerditos’, lo leía de pequeña con mi hermana. Pero, ¿a qué se refería el cuaderno en blanco? Pues, era para escribir allí toda mi felicidad, lo que nunca debiese olvidar. Ahora sé, que tarde o temprano, los recuerdos vuelve a la mente.
-MBP-
sábado, 6 de agosto de 2011
Cóctel de sonrisas.
Ingredientes:
- 500 mililitros de aquello tan especial.
- 12 gramos de carcajadas.
- Un pellizco de azúcar.
- Una gota de amor.
- 10 gramos de astucia.
- 100 mililitros de picardía.
- Un destello. (Solo para decorar)
Mézclalo todo bien, con suavidad y cuidado que no se te pase la astucia. Dependiendo de la cantidad del ingrediente la sonrisa será más o menos falsa. Cuando creas que no puedes marear más la gota de amor, échalo todo en la coctelera. Sí, así muy bien, quizá incluso te hayas pasado con las carcajadas. Pero bueno, para este cóctel se acepta todo, incluso un beso sincero, de aquellos que despiertan a la bella durmiente. Agita con fuerza la mezcla, no te preocupes, el pellizco de azúcar hace que juntar los ingredientes sea más fácil. Espera, espera, aquello tan especial se te escapa. ¿Qué ocurre? Ah... ya sé, se nos olvidó poner el ingrediente más importante, un buen puñado de ilusión, es esencial para que este cóctel sacie tu sed de sonrisas.
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